quarta-feira, 11 de setembro de 2019

El Cuerpo de María - Bautista Godoy

Hacía días que no salíamos del cuarto. Ya no sabía distinguir entre amanecer y atardecer hasta que María se puso un reloj en el pulso y me dijo la hora, sin que yo le preguntara. Fue en ese momento que noté que le faltaba un pulgar.

Me acuerdo que afuera llovía mucho, a veces salía el sol y las nubes lo volvían a bloquear rápidamente, como impidiéndole de establecerse por completo. Por momentos lo extrañaba, pero también apreciaba los fugaces destellos de luz que, muchas veces, iluminaban a María.

Casi no intercambiábamos palabras, María y yo. Hacíamos el amor muchas veces seguidas y después me le quedaba mirando durante largos minutos. Ella se molestaba y se volteaba, durmiéndose profundo. Yo le acariciaba siempre que sabía que ya estaba en ese sueño insondable.

Una tarde salió el sol con imponencia y María decidió salir del cuarto. No dijo nada. Se vistió, agarró sus cosas y se fue. Se había dejado uno de los zapatos.

No sé cuántos días habrán pasado desde que se había ido. Siguió lloviendo, más allá del día de sol en el que se fue. Ya no podía dormir, a pesar de pasarme todo el día en la cama. Miraba la lluvia y su zapato, ahí mismo, dónde y cómo lo había dejado.

Me desperté con el sonido de la puerta chillando. No llegué a ver lo que había tras la puerta, solo abrí los ojos cuando María ya se encontraba frente a mí. Llevaba un solo zapato por que le faltaba un pie. Se desvistió, me abrazó e hicimos el amor durante todo el amanecer… o atardecer.

Era de noche y María dormía uno de sus sueños. Abrazaba la almohada y tenía discretos espasmos que yo intentaba sentir con mis caricias. Pasé mi mano desde su pierna hasta el hueco que había dejado su falta de oreja. Tapé el hueco con su pelo y me volteé a ver las luces encendidas de la ciudad.

Parecía que habían pasado años en ese cuarto. Advertí que no comíamos nada hace ya tanto tiempo que María tenía la boca seca. Tan seca tenía la boca que, una mañana, le había desaparecido. No me impidió de seguir besándole y de que ella, molesta, se volteara y se durmiera.

María dormía mucho más que lo normal. Cuando despertaba ni siquiera me miraba, se tiraba el pelo para atrás con las dos manos y se vestía como si fuera a salir. Pero nunca lo hacía.

Dejó de llover y el tiempo se puso nublado indefinidamente. Nunca salía el sol, el clima castigaba con el frío que se infiltraba por debajo del ventanal cerrado del cuarto. Yo veía el viento frío entrando.

Un día desperté mientras una manta me cubría las piernas. María me estaba tapando. No me giré para verla, fingí que seguía durmiendo hasta que, en algún momento, lo hice.

A María la veía muy triste. Había perdido los dos brazos y ya no se acercaba a abrazarme. No sé bien si era por vergüenza o por incapacidad. La vi llorar, desamparada. Abrí la ventana, dejé que entrara el viento frío y la abracé. Lloré junto a ella y le toqué el cuero cabelludo. Su pelo caía con gracia, de a poco, y a ella ya no le molestaba. Para cuando dejamos de llorar, ya estaba calva.

Le hablaba a María durante toda la noche como nunca antes lo había hecho. Me pedía que le contara historias para que se durmiera, mientras iban desapareciendo más partes de su cuerpo entre los cojines. Su deterioro era cada vez más notable, su sueño cada vez más endeble. Cuando la veía dormir permanecía inmóvil para que no se despertara. Me podía pasar horas así.

Los rayos de luz ofuscaban mi vista. Se oían los coches y las bocinas. Vi que la ventana estaba abierta. Ya no hacía frío. Me levanté, sentí que mis piernas flaqueaban ante el peso de mi cuerpo. Había estado demasiado tiempo acostado. Ya no me acordaba de la última vez que había hecho el amor con María. No la reconocía. Tenía ojos, piernas y un cuerpo desnudo, plano, a tabla rasa. Se vistió y disimuló parte de su ausencia con ropa. Se sentó en la cama y me miró durante un largo tiempo. Sus ojos me hacían estremecer, aislados del cuerpo parecían más vigorosos e hipnóticos. Le acaricié la cara y ella hizo lo mismo con la mía. El sol ya no molestaba, el ruido oriundo de la ventana tampoco.

Esa noche dormimos fusionados, no podía distinguir que era mi cuerpo del de María. Largas horas se pasaron hasta que desperté, de súbito, y vi la puerta entreabierta. María ya no estaba en la cama. Las sábanas dejaban un rastro. Había dos zapatos en el piso, un vestido colgando de la silla. Me levanté y me dirigí hacia la puerta. La abrí por completo. Sabía que María ya no era materia, se había desvanecido entre la puerta y la ciudad.

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